Recuerdo la primera vez que entré a mi salón de clases. La emoción y orgullo que había sentido unas semanas antes cuando se anunciaron los horarios y vi mi nombre en la columna “profesor” no eran nada comparados con los nervios que ahora tenía.
Llevaba varios días pensando en cómo daría esa
primera clase sin llegar a ninguna conclusión y en realidad había preguntas más
importantes en tanto que eran las que realmente me ponían nervioso. ¿Cómo
serían los alumnos? Si de repente perdía el control de la clase, ¿cómo lo
recuperaría? Si alguien se dormía como yo lo hacía de alumno, ¿debería
despertarlo, o no? Y peor aún…. ¿qué tal que yo no supiera lo suficiente de la
materia y quizá no debía estar ahí?
Al entrar lo primero que vi fueron únicamente
cuatro rostros entre los cuales reconocí uno del semestre anterior cuando había
tomado mi “curso de capacitación para profesores” y había acompañado un grupo
como “adjunto”. Comencé por preguntar sus nombres, el semestre en que se
encontraban, lo que les gustaba de la química… y al final no fue tan malo.
El semestre automáticamente tomó su ritmo y sin
darme cuenta a esa primera clase siguió la segunda y luego la tercera… y cuando
menos me lo esperaba estaba comiendo una pizza junto con mis primeros alumnos
para festejar el fin de semestre. A ese grupo le siguió otro y luego otros y de
pronto esa etapa como maestro, breve pero hermosa, llegó a su fin.
Por un lado, comenzó la pandemia, por el otro entré
al seminario y mi vida cambió radicalmente. Tuve que dejar las clases, el
laboratorio, mi universidad y toda mi vida académica, y contrario a todo lo que
había pensado al estudiar la licenciatura y luego el posgrado e ir avanzando en
la carrera académica, terminé de nuevo en otra universidad pero está vez como
alumno y estudiando filosofía.
Quizá algún día escriba algo sobre los corajes que
pasa un químico al estudiar filosofía, y definitivamente aún no sé si es más
abstracto hablar del ser de las cosas, que en realidad resulta evidente, o
pensar en la reactividad de los átomos sin siquiera poder verlos. Lo que sí sé,
es que mi visión del maestro ha cambiado mucho a lo largo de mi vida.
Gotthardt Kuehl, Im Waisenhaus , 1886
Crecí sabiendo que mi mamá daba clases en la universidad a niños mucho más grandes que yo. Y desde que iba en la primaria asumí que el camino de la vida era estudiar, llegar a la universidad y dar clases. Ya en el kinder tuve una maestra que me hizo llorar y me hizo odiar la escuela. En la primaria tuve grandes maestros que me enseñaron cientos de cosas que recuerdo aún y miles de cosas que seguro ya olvidé. Mis recuerdos de secundaria son algo borrosos salvo que ahí nació mi vocación de químico, aunque eso lo descubrí años después.
En la prepa fragüé mis grandes amistades y por
primera vez me hice amigo de un maestro. Al llegar a la universidad descubrí
que los alumnos de mi mamá no eran ya niños más grandes que yo, ahora incluso
le daba clase a mis excompañeros de la prepa.
Al cumplir mis 23 años, había ya concluido mis
estudios de licenciatura y creo que no sabría cómo contar la cantidad de
maestros que tuve a lo largo de esos años. Pero estoy seguro que de todos aprendí
alguna cosa, que todos dejaron algo en mí y que quizá en uno que otro habré
dejado algo yo también.
Ahora que he estudiado algo de filosofía me ha
interesado especialmente el tema del conocimiento, el saber qué es el
conocer y cómo conocemos. La filosofía clásica, cuando describe el
proceso de abstracción es realmente fascinante, pero creo que se queda corta en
cuanto al tema del conocimiento por testimonio. Al fin y al cabo, casi todo lo
que sabemos lo sabemos no porque nosotros lo hayamos descubierto sino porque
alguien lo aprendió primero y nos lo enseñó. Desde luego no todos los
conocimientos que tenemos nos importan lo mismo, y apreciamos especialmente a
quienes nos han enseñado aquello que valoramos más. Y es ahí donde los maestros
cobran especial importancia.
En el día del maestro es común felicitar a los
antiguos maestros y recordar a quienes más cariño se les ha tenido. Pero he
notado que generalmente cuando se les hace ver lo buenos que son en su trabajo,
suelen sonrojarse y decir que no es para tanto. En general pienso que no es
falsa modestia, yo al menos también he experimentado que, llegado el momento,
uno no piensa que haya enseñado gran cosa. Si acaso, fue uno el que aprendió.
¿Qué hace entonces al buen maestro? Puedo decir que,
en toda mi vida, el conocimiento más importante que he tenido no ha sido de algo
sino de alguien. De aquél que dijo ser El Maestro, y que a sus discípulos
los amó tanto que pudo llamarlos amigos y los amó hasta el extremo. Hoy veo que
aquella primera clase que di la inicié bien, a pesar de mi ignorancia en el
asunto, preguntando los nombres de mis alumnos pues el primer paso para poder
ser un verdadero maestro es interesarse por los alumnos para poder llegar a
amarlos de verdad.
Jesús, el Maestro, también dijo que él era el Camino,
la Verdad y la Vida y pienso que a eso se reduce la enseñanza. De algunos
maestros he aprendido el camino para realizar algo, desde una operación
matemática hasta una reacción química e incluso un camino espiritual. De otros
maestros me ha fascinado su amor por la Verdad. Hoy este aspecto está sumamente
lastimado pues el mundo ya no reconoce la verdad y quiere silenciar a quien se
atreve a mencionarla. Mi mamá, como maestra y como madre, ha sido mi mayor
ejemplo en este sentido. Y también de otros maestros he aprendido grandes cosas
sobre la vida. De chicos solemos menospreciar a los maestros que “solo” hablan
de su vida pero quizá ellos, al compartirnos su vida, nos han enseñado en gran
medida cómo vivir la nuestra.
El camino, la verdad y la vida, ¡de cuántas
personas no hemos aprendido tantas cosas al respecto! Quizá por eso podemos reconocer
como maestros no solo a nuestros antiguos profesores, sino también a nuestros
padres, hermanos, tíos, abuelos, amigos... Pero en todo esto veo que maestro en
nuestra vida es todo aquél que, muchas veces sin saberlo, es reflejo del
Maestro en nuestras vidas.
Hoy veo que gran parte de mi familia ha terminado dando clases, en especial me alegro por mis primos y sus esposos y esposas por quienes me he inspirado para escribir estas líneas. Sobre todo, porque se van convirtiendo poco a poco en maestros también de la vida conforme nacen mis sobrinos (y los más chicos, que apenas se van casando, ya llegarán a ese momento). A todos ellos les digo, felicidades, sean cercanos e imiten siempre a Jesús como maestro. Y a los que ya tienen hijos, déjense siempre enseñar también por los niños, tal parece que algo podemos aprender de ellos. Sean siempre buenos padres y así, al ver en sus hijos la confianza plena que tiene un niño para con sus papás, el mundo aprenderá que, si el Maestro nos amó primero, es para enseñarnos a amar al Padre.
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