En más de una ocasión me he cuestionado si admiro más la
pintura o la escultura. Leonardo da Vinci consideraba que la pintura era un
verdadero arte mientras que la escultura era simplemente una técnica, y concluye
que la pintura es más perfecta que la escultura. Uno de los puntos para decir
tal cosa es el movimiento, mientras que la pintura es estática, para apreciar
por completo una escultura debemos verla de distintos ángulos. También habla de
las luces y las sombras, el pintor debe conocer acerca de las luces y cómo se
proyectan las sombras mientras que el escultor simplemente talla su obra y la
luz natural proyectará las sombras ahí donde sea necesario. El punto final que
da para demostrar que la escultura no es arte, es el hecho de que, en la
pintura, se puede recrear un velo, mientras que en la escultura esto no es
posible.
Gran admirador de da Vinci, me vi convencido por sus
argumentos y consideré mucho tiempo como un arte “menor” la escultura que la
pintura…hasta el día que vi una escultura con un velo (supongo que Leonardo habría
cambiado de parecer al igual que yo). Quedé impresionado por esa escultura y
comencé a valorar nuevamente este arte. Y en el fondo he descubierto que puedo
pasar más tiempo admirando una escultura que una pintura.
Yo creo que, para que algo pueda ser considerado como arte,
debe de expresar los sentimientos y emociones que son universales en el ser
humano (la alegría, la tristeza, la ira, la desesperación, etc.) y debe motivarnos
a reflexionar y profundizar sobre la misma naturaleza humana. De ahí que, los temas
que más me gusta contemplar (en pinturas y esculturas) son el amor, la
fraternidad, la familia, el sacrificio, la justicia, la fe, etc.
Para expresar dichos sentimientos y motivarnos a estas
reflexiones, el arte se vale de la técnica por un lado y de un motivo
por el otro. Me parece que la técnica suele sobrevalorarse sobre el motivo. La
técnica del impresionismo, por ejemplo, suele no gustarme, pero si veo un
amanecer pintado al estilo impresionista que me mueva a admirarlo podré
apreciar el arte en esa obra. Por el contrario, mi pintor favorito podrá ser el
Greco y admiro su cuadro de las lágrimas de San Pedro, pero si veo el retrato
de Juan Alfonso de Pimentel y Herrera quizá podré apreciar un poco la técnica,
pero no me mueve realmente a la reflexión. Pienso yo que se debe a que el
motivo, en este caso don Alfonso, me es del todo ajeno (prueba de ello es que
tuve que buscar en Google el nombre del susodicho).
Valga toda esta introducción para decir que considero que la
escultura está en desventaja por lo limitado de los motivos que encontramos en este
arte. Si son muy viejas serán de dioses griegos y romanos o de emperadores, si
son algo más recientes, de reyes y nobles, generalmente en poses sobre exaltadas.
Y eso no implica que no sean verdaderamente artísticas, pero se extrañan los
sentimientos que nos provocan las pinturas campestres o de hermosos paisajes.
Ciertamente es raro encontrar una escultura de un pastorcillo por ejemplo
(evidentemente en un nacimiento si encontraremos más esculturas de pastorcillos
que en un museo).
Siendo todo esto mi razonamiento, me sorprendí el año
pasado, estando de viaje con mi hermano, cuando vimos en un museo una escultura
maravillosa. Quizá más maravillosa por su humildad, una escultura que mediría no
más de metro y medio, al centro de un salón inmenso y rodeada de enormes
pinturas que llegaban hasta el techo. El motivo de la escultura no era ningún
rey ni emperador mostrando su poder, sino un pobre campesino sentado sobre un
tronco junto con su pequeño hijo.
El campesino se ha llevado su mano izquierda a la cabeza y
se desacomoda los cabellos mientras luce verdaderamente preocupado. Quizá piensa
en sus problemas económicos, en cómo podrá llevar el sustento a su hogar. Quizá
piensa en el trabajo que ha perdido, quizá en su esposa que ha perdido. Es
evidente que está preocupado, casi me atrevería a decir que está a punto de caer
en la desesperación. Mientras los pensamientos se atropellan en su mente, la
mano derecha, en un gesto más bien instintivo y sin darse cuenta, rodea a su hijo
acercándolo hacia sí.
El hijo ve a su padre, y comprende sus preocupaciones. Busca
su mirada, fijando sus pequeños ojos en el rostro de su padre. Se
lleva un dedo de su mano derecha a la boca, en un claro gesto de sus propias
dudas ¿debe decirle algo a su padre? ¿podrá él, de alguna manera, consolar a su
padre? Y es aquí donde, a mi parecer, radica la majestuosidad de esta
escultura. El niño ha llevado su mano izquierda, instintivamente y sin darse
cuenta, a tocar, o mas bien, a acariciar sublimemente, el brazo con que el padre
expresa sus preocupaciones. Es éste el consuelo que el niño, en su pequeñez,
puede darle al padre. Al mismo tiempo que el padre, lo abraza y le muestra al
hijo su protección, más allá de toda preocupación.
Es una magnífica obra que muestra la relación y la conexión entre
un padre y su hijo. No es una conexión meramente psicológica o incluso social,
es una conexión mucho más profunda porque el niño conoce a su padre y el padre conoce
a su hijo. En nuestra civilización moderna hemos ido perdiendo esta capacidad
de entender la relación padre-hijo y quizá a ello se deba que cada vez sea
menos una civilización cristiana. La relación del Padre y el Hijo es fundamental
en el cristianismo. Quien ha visto al Hijo, ha visto al Padre. Si quitáramos de
la escultura al padre, y nos quedáramos sólo con su hijo, entenderíamos
perfectamente que está buscando a su padre y la preocupación que éste tiene.
De ese modo, si volviéramos los ojos a Cristo en el monte de
los olivos, deberíamos ser capaces de ver el rostro del Padre. No un padre
lejano que se niega a “apartar el cáliz de su hijo”, sino un padre que sufre
junto con su hijo. Que al mismo tiempo que Cristo llora, el Padre sufre por la
humanidad, deseando ya que seamos capaces de llamarlo “Padre nuestro”.
No hay ninguna otra religión que se atreva a llamar Padre a
su Dios en el mismo sentido que lo hacemos los cristianos. Odín podrá ser “el padre
de todo” pero eso sólo indica su carácter superior en la mitología nórdica. El
Dios revelado por Cristo en cambio, aquél que dice que su nombre es “Yo soy”, aquél
que es, es nuestro Padre. En el sentido de que debemos
dejarnos ser abrazados por el en nuestras preocupaciones mientras él las
comparte y nos consuela recordándonos que incluso nuestros cabellos son más
importantes que los pajarillos.
Hace unos días celebramos el día del padre y yo doy gracias
a Dios por mi papá, porque siempre me ha llenado de amor y de cariño. Y no sólo
a mí, también a mi mamá, a mis hermanos y a mis abuelos. Me ha llenado de
consejos, de enseñanzas y de alegría. Como médico, siempre se ha preocupado,
quizá en exceso, por la más ligera tosecilla o por la mínima señal de enfermedad.
Claro que también lo he visto triste y preocupado en muchas otras ocasiones, a
veces agobiado por problemas económicos, pero especialmente, cuando ve mi
fragilidad y mis fracasos. En esas situaciones, siempre ha venido a mí, me ha
abrazado y ha compartido mis sufrimientos. Espero que yo haya podido, en esas
ocasiones, llevar mi mano a su brazo cerrando siempre ese mutuo consuelo.
Un último punto sobre la escultura, mi padre y yo. El niño,
parece llevar un crucifijo colgado al cuello. Pienso que ese ha sido el mayor
regalo que le ha dado su padre, pues el regalo más grande que me ha dado a mí
mi propio padre ha sido el poder ver reflejado en él, el gran amor que me tiene
Dios y por el que he aprendido a llamarlo Padre.
Pedro David
* Además de dedicar esta entrada a mi papá, la dedico con
mucho cariño a mis primos que se han convertido en padres, Roberto, Ernesto y Tomás,
pidiéndole a Dios que sean para sus hijos reflejos de su amor.