No recuerdo
desde hace cuánto tiempo había deseado y anhelado esto, pero hoy, finalmente,
pise Roma por primera vez (primera de muchas, espero). Camino por las calles
lleno de emoción, me siento como si ya conociera la ciudad, como si la visitara
cada semana, ¡como si estuviera en casa!
Roma, “¡la
ciudad eterna!” Definitivamente, es el nombre más adecuado para la ciudad,
sobre todo hoy en día que hay eternas filas de turistas en todos lados (casi
parece imposible descubrir aún un lugar escondido y secreto dentro de la ciudad).
Justo ahora, me encuentro en una fila. Creí que no tardaría más de 5 minutos,
pero llevo ya cerca de 30 minutos y aún no he avanzado. De hecho, no se alcanza
a ver el final de la fila, únicamente que en algún punto da vuelta a la derecha
y…habrá que esperar a avanzar para saber qué hay después de la vuelta.
Curiosamente,
la fila no se ve tan grande. En realidad, se ve pequeña o mas bien, nos
vemos pequeños junto a las imponentes columnas que marcan el camino. Estamos
en el Vaticano y las columnas diseñadas por Bernini para dar un gran abrazo a
la humanidad nos sirven ahora de cobijo ante el pesado sol de verano.
La fila
comienza a avanzar y cuando uno presta atención, se da cuenta de que hay hombres
y mujeres, altos y bajos, viejos y jóvenes. Algunos hablan inglés, otros alemán,
la mayoría italiano y yo en realidad no voy hablando porque estoy contemplando la
gente, las columnas, los colores… Y veo que, a pesar de ser tan diferentes, todos
tenemos algo en común en esa fila.
Así como
yo, todos llevan una hoja en su mano, es una carta invitándonos a participar en
la audiencia general de los miércoles con el papa y por eso esperamos pacientemente
(pero con visible emoción) en la fila. Y es que todos creemos en el mismo Dios,
un Dios que no es indiferente al hombre, que compartió incluso nuestra
humanidad y que todavía hoy, nos sigue compartiendo todo lo que él es. Es
un Dios que, para darse a conocer, se vale de otros hombres y a través de
ellos, sale a nuestro encuentro y nos llama por nuestros nombres, invitándonos
a cada uno a una tarea en específico. A algunos los ha llamado para cuidar y
enseñar a su pueblo, y entre ellos hay uno que guía y cuida a toda la Iglesia
de manera especial. Ése es el papa, y por ello, es un gran regalo poder
peregrinar a Roma.
He hecho
varias peregrinaciones en mi vida, sin embargo, nunca había sido tan consciente
como ahora de lo que eso significa. Había querido visitar Roma desde que empecé
a estudiar italiano hace 16 años y aunque he tenido la gracia de viajar mucho (¡en
ese tiempo he salido del país 14 veces!) nunca había podido estar en Italia. En
realidad, nunca había estado listo para visitarla y ahora creo que cada uno de
esos viajes me fue preparando para poder cumplir el gran deseo que tenía de conocer
la basílica de San Pedro. Hace alrededor de año y medio empecé a querer
responder la pregunta “¿A qué me está llamando Dios?” y empecé un proceso de
acompañamiento vocacional con la intención de ingresar en el seminario. Comencé
este viaje con la intención de profundizar en este camino y como en toda
peregrinación, regresé no tanto con lo que había ido a buscar, sino con lo que
Dios sabía que necesitaba en estos momentos.
Mi
peregrinaje empezó unos días antes cuando, junto con mi hermano, recibía la bendición
de nuestros padres y cruzaba la puerta del aeropuerto. Lo habíamos estado
planeando desde un año antes y al final, el tiempo se nos vino encima, muchos preparativos
se quedaron en el aire y aún el día anterior a nuestra partida yo pensaba que
quizá tendría que quedarme en México.
Una de las
cosas que más me emocionaba del viaje, era realizarlo con mi hermano y ya desde
los primeros momentos en el avión confirmamos que no hay mejor compañero de
viaje (y sobre todo de la vida) que un hermano. Llegamos primero a París a uno
de los aeropuertos más famosos del mundo pero que a mi, por su estructura
circular y sus cientos de escaleras, me pareció una nave espacial de esas
viejísimas y por más que dábamos vueltas y vueltas no encontrábamos nada de nada
y fue toda una proeza lograr salir del aeropuerto para llegar a la ciudad.
Recorriendo
el Sena llegamos hasta la catedral de Notre Dame, hacía apenas 2 meses que se
había incendiado y verla de cerca fue un escenario bastante triste. El día del
incendio yo me encontraba con mis compañeros del seminario. Terminábamos de
comer cuando empezamos a escuchar las noticias. Recuerdo que uno de mis amigos del
grupo, de ascendencia francesa, me comentaba con mucha tristeza “para mí,
también esa es mi catedral”. No dejaba de ser significativo el hecho de estar
en plena misión de semana santa.
Nos
acercamos lo más que se podía a la catedral que se encontraba cerrada, llena de
tablas, con los andamios aún quemados, la gente llegaba y se tomaba fotos como
si fuera un espectáculo más de París. Poco antes había leído que ahora que
estaba cerrada, se acercaba más gente que antes por “la novedad” de ver la
Iglesia quemada. Supongo que me veía un poco raro rezando frente a Notre Dame,
rodeado de turistas y yo persignándome.
En
realidad, me sentía un poco confundido. En los últimos años se ha podido ver
como va creciendo una actitud anticlerical y de hostilidad hacia cualquier
manifestación religiosa (¡aún en la vida privada!) en el mundo occidental en
general y de manera muy particular en Francia. Veía todo eso reflejado en la
fachada ahumada de la catedral. ¡La catedral! el corazón de la fe de una ciudad
tan importante en la historia de la Iglesia parecía muerta. Muchas veces es difícil
entender por qué, a pesar de que Jesús estará con nosotros hasta el fin del mundo,
su Iglesia parece derrotada. Sentí que por fin comprendía a los apóstoles cuando
lloraron, escondidos y desesperados, la muerte de Jesús.
Uno de los
cuestionamientos que más le hace al cristianismo el mundo secularizado es el de
tomar la cruz como signo. Convendría ver la actitud de Juan y Pedro cuando,
tres días después de la muerte de Jesús, corren al sepulcro ante las noticias
de su resurrección. ¿Pero por qué buscar
en el sepulcro a quien está vivo? Al ver
las vendas caídas y el sudario enrollado pueden decir que Jesús realmente murió,
pero es cuando ven el sepulcro vacío que se dan cuenta de que ha resucitado. Y
es que la resurrección de Cristo no puede ir separada de su muerte. Lo humano
de la cruz se une con lo divino de la resurrección. Sólo contemplando ambos
acontecimientos se puede entender el misterio de la salvación. Nuestra propia
esperanza en la resurrección comienza con la cruz.
Al día
siguiente fuimos a la iglesia del Sacré Coeur. Se celebraba la misa del Corpus
Christi y ha sido una de las misas más increíble, solemne, alegre y llena
de fe y devoción en las que he participado. Si es difícil describir lo que se
siente en una misa ordinaria, sería imposible describir ésta. Una cosa me quedó
claro, ¡en París, la fe no está muerta!
Cuando uno piensa que la Iglesia está derrotada o que la fe está muerta, quizá esté buscando en el lugar equivocado, quizá solo esté viendo las vendas en el sepulcro sin darse cuenta de que ya está vacío.